Y DECIR QUE TE QUIERO
Las
palabras que se dictan con el alma, nunca se borran, son verdaderas, dolorosas
y arrolladoras.
Se
parecen a las flechas que antiguamente Cupido lanzaba, a diestro y siniestro,
al tuntún.
Como
dardos envenenados, nos dejan insensibles, para después obligarnos a mirarnos a
los ojos, sin un porqué y tan plácidamente dejarnos plantados, ciegos y
hundidos.
Podemos
sentirnos faltos del sentimiento amoroso de su significado, noqueados hasta el
fin de los tiempos, impidiendo que el corazón se desboque, avejentado sus
latidos hasta acabar con ellos y pararlos.
Nunca
había pensado en estas palabras, son muy sentidas, arraigadas en lo más hondo
de nuestro ser, nos encanta derramarlas y gritarlas, si el momento es el
adecuado, y si no, harán que nos sintamos ridículos ante el desparrame de
balbuceos, tartamudeos y demás tonterías.
Lo
peor es cuando somos escuchados por quien deseamos. Es entonces cuando se nos
agrandan los ojos, la respiración se agita y nos sentimos batidos, como un coctel
de caldo de gallina. Como pollos mareados miramos a nuestro alrededor, no para
buscar un espejo que refleje nuestro patético rostro. No, buscamos las
reacciones de quien nos escuchan. Y si oímos murmullos pensamos que hablan de
nuestras alegaciones, aunque lo más seguro no se hallan percatado ni por un
ligero instante de nuestra presencia; pero como hemos dicho esas palabras,
esperamos ser el centro de atención y del cotilleo. La verdad es que somos
ignorados por la mayoría, una pequeña minoría tan solo se aburre y escucha todo
lo que los demás dicen, tararean o vocalizan. No olvidemos que la persona
deseada ha oído esas palabras, que así sin más hemos soltado al aire mientras
pasábamos por su lado. Nos tiemblan las manos, respiramos y espiramos hasta
quedarnos sin aire, tanto que llegamos a toser. Cuando esto ocurre podemos
disimular que el humo nos molesta, eso sí, al menos que haya alguien fumando
cerca, pues sino parecerá que estemos algo acatarrados y eso propiciará la
huida del deseado o deseada, pues ser contagiado de un catarro es suficiente
motivo de fuga.
No.
Lo mejor es plantar cara y decir…
—Sí,
he sido yo quien lo ha dicho —ahora sí que las gente nos mira— la tentación ha
podido conmigo y no he podido resistirme.
Seguimos
plantados en el mismo sitio, rectos y duros, locos por salir corriendo, pero
nuestro orgullo no nos deja ni dar un paso. Y si ella o él se acercan para
dirigirnos la palabra, algo que nos había negado durante toda la velada, para
decirnos con voz hueca y altanera…
—En
toda mi vida me había dicho semejantes palabras, nunca nadie se había atrevido
ni siquiera a insinuar tan gran infamia hacia mi persona.
Es
en esos momentos cuando nos mordemos el labio inferior, intentado por todos los
medios no soltar una carcajada, pero nos tiembla la barbilla y casi moqueamos
por la presión de la risa, abrimos la boca para que no se nos taponen los
oídos. Miramos con los ojos de ver, el rostro de la persona en cuestión, nos
tapamos la boca con las manos y carraspeamos para tragarnos la risa que está
apunto de desbocarse. Intentamos ser los más educados posible, pero es qué lo
que hemos dicho están sincero y verdadero, que no parece que las demás personas
del lugar se hallan dado ni cuenta, o lo más seguro finjan no percibirlo. Todos
y todas conocían a esa persona, nadie se lo dijo jamás, pobre, cuánta
hipocresía crecía a su alrededor.
Nosotros
tan solo dejamos volar las palabras que nos había hecho sentir, lo que su
presencia nos había inspirado sin falsedad, toda una declaración de intenciones,
sin darnos cuenta que la crítica la recibía alguien que no quería saber lo que
los demás pensaban, alguien que sabía lo decían a escondidas, que aun así, se
sentía alagado/da con las mentiras recibidas, por eso al escuchar la verdad se
sintió insultada/do.
Sí,
tan solo eran respetados por su dureza ante los sentimientos, por su fría
belleza, por su impecable presencia. Pero al mirar sus ojos mientras nos
hablaban, nos dábamos cuenta de lo mucho que les había afectado nuestra
expresión haciendo que nos agrandemos del poder de nuestras palabras. Sí, aun
cuando el amado o amada nos diga con palabras llenas de amenazantes sonrisas.
—Mañana
en mi despacho… a primera hora —Con fingida voz seria e impersonal.
Sin
arrepentirnos asentimos, sin disculparnos sonreímos, hemos dicho que lo que
sentimos a la ligera, con facilidad pues ya lo teníamos pensado. A sabiendas de
su libertad y de la nuestra.
Y,
es qué un TE QUIERO, a tiempo y en el lugar esperado, ante todos los que rondan
el lugar, hace milagros aunque estos sean nuestros jefes y de ellos dependan
nuestros pobres empleos.
Amar
está reconfortante, como tener el estómago lleno… de mariposas.
siempre debe serlo...precioso escrito... un besazo
ResponderEliminarMuchas gracias Anabel, me alegra que te guste, un beso.
Eliminarque lindo cariño, lo has bordado enhorabuena .
ResponderEliminarGracias dulce bordadora de bellas palabras, un placer saberte por estos lares, un beso.
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