SIN TI, NO HAY NADA
La
mañana anunciaba otro día, abrió los ojos y miró a quién tenía a su lado en la almohada.
Ella
descansaba su cabeza apoyada en su hombro, así quedó de madrugada. Cansada después
de tantas risas.
Habían
pasado parte de la noche, recordando aquellos días de juventud disfrutados,
días de amor apasionado, recuerdos buenos y malos, pero los habían vivido
juntos, como siempre habían estado.
Extrañado,
besó la frente de su esposa.
Sorprendido,
al sentirla algo tibia.
Extrañado,
pues su amada siempre se levantaba al alba.
Sorprendido,
la llamaba y no despertaba.
-¡Vamos
amor, despierta! El sol no tardará en
llegar a lo alto.
Pero
ella no respondía, ¿dormía?
Su
respiración no agitaba su pecho, su aliento no le hacía cosquillas, no sentía el
latir de su corazón.
El
dolor se abría camino, rasgando su pecho al sentirla rígida.
La
abrazó contra su pecho, apretándola lo que podía. La tibieza de su piel, poco a
poco se le iba.
Ojerosa
su mira, malvas los labios, labios que sonreían.
-Mi
lucero –sollozaba- sol de mí vida, te has marchado solitaria. Y yo, que quería
acompañarte. Abrazada a mi cuerpo te has quedado, para que no emprenda contigo
el viaje ¡Por qué te has ido sin esperarme! Acordamos vivir juntos, en esta
vida y en la otra.
Así,
llorando su pena, la abrazó contra su pecho de nuevo, acunando a su esposa
querida.
El
destino incierto, la puso ante él un día. Aún eran niños cuando ya se querían.
Habían
compartido siempre sus vidas, las penas, las alegrías.
Habían
forjado una familia, compartido risas, llantos, incluso dolores de parto, cenas
de Navidad, comidas de cumpleaños. Largos paseos bicicletas, rodeados de
pequeños en triciclos. Los hijos fueron
creciendo y se iban marchando.
Ahora
daban paseos los dos solitos, andando despacio cogidos de las manos, como
siempre, tan enamorados.
Abrazado
a su esposa lloraba recordando lo pasado.
Acobardado
por la pena, se levantó del lecho helado, arropando dulcemente el cuerpo frío
de su amada.
Se
ha vestido despacio, agotado comprendió que el medio día había pasado. Con los
ojos escocidos descuelga el auricular del teléfono, uno a uno, a sus hijos va
llamando, según daba la noticia escuchaba al otro lado, sollozos y lloros
angustiados, exclamaciones dolorosas, pena e incertidumbre… sus hijos estaban
llorando.
Él
se quedó toda la tarde, toda la noche su mano tuvo cogida, hasta que en la
madrugada su trémulo cuerpo, en el ataúd lo metían.
Acompañado
de sus hijos, llevaba el féretro en su hombro apoyado. La pena le invadía, las
fuerzas le fallaban, pero siguió cargando a su amada, hacia el Campo Santo.
Allí su cuerpo de su amada reposará, allí su corazón quedó enterrado.
Ya
en su casa, acompañado de sus hijos y nietos, pasa el largo día, callado, mira
a sus familiares de cuando en cuando, limpiando una lágrima que se le escapaba
sin poder remediarlo.
Cansado
pidió quedarse solo, se despidió de todos ellos que se negaban a dejarle solo,
entre besos y abrazos, entre palabras llenas de amor y de ternura, se despidió
de todos ellos.
La
noche se hacía larga y pesada, cruel y despiadada. Agotado decidió acostarse,
pero la cama era gigante y la almohada de piedra, las sábanas hirientes como
lijas.
Se
levantó en la madrugada, con el rostro lleno de lágrimas. Decidido se ha
vestido y en la madrugada, aún de noche sale a la calle, camina triste, cómo
sonámbulo, hasta llegar al Campo Santo. Al acercarse se da cuenta que la verja
está cerrada.
-¡Pero quién cierra las puerta! Si de este lugar ya nadie escapa –decía entre llantos.
-¡Pero quién cierra las puerta! Si de este lugar ya nadie escapa –decía entre llantos.
Como
un niño lloraba, quería estar con su amada, furioso golpeaba la verja. Sus golpes y gritos escuchó el guarda, quién le
abrió la puerta, sin comprender por qué tanta alarma. Sin hacer caso a las
preguntas de éste, que le dejó ir para marchar a buscar a los guardias. Él caminó
hasta la lápida de su esposa y se arrodilló en ella.
-No
me preparaste para esto, no me dijiste nada, no puedo afrontar tu pérdida ¿Qué
me queda sin ti? ¡Nada!
En
su desesperación y con los ojos llenos de lágrimas, rompe un jarrón de cristal
de una tumba cercana. Con cristales afilados como cuchillas, sin dudarlo y
embargado por la pena, corta las venas de sus muñecas. Sin fuerzas, con la
sangre derramada en la lápida de su amada, escribe temblando unas palabras.
Así
le encontraron en la mañana, con una sonrisa en sus labios y unas palabras a su
lado…
“Sin
ti, no hay nada”
Qué bonito...me encanta hacía mucho que no podía deambular por tus rincones y sólo leía retazos de tus escritos; hoy me he puesto al día.
ResponderEliminarUn fuerte beso y abrazo mi escritora.
Estrella.
Mi lucero de la mañana, gracias por leer mis escritos y por tus comentarios, besos mi niña.
EliminarExcelente narración, me ha gustado, saludos.
ResponderEliminarHola Nuria, muchas gracias por pasarte por aquí y por dejar tu comentario, un beso.
EliminarGracias, ya te sigo, un placer, besos.
ResponderEliminarQue romántico ufff!!!!
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